Entre los 18 y los 23 años, me fui tres veces de la casa de mi madre.
La primera por querer “devorarme el mundo” y regresé con el rabo entre las piernas. La mamitis me pudo.
La segunda vez por creer en el “amor para toda la vida” y ¡ah! cuánto costó esa broma.
La tercera por sentirme ya listo para afrontar la vida desde la independencia. Empecé a tener hábitos financieros que no podía soportar, me sobregiré muchísimo con los bancos, me cancelaron el contrato que tenía, estuve desempleado por más de 8 meses (y por ende, estresado y azarado por las cuentas) y mis amigos se esfumaron. ¡Claro! Ya no había apartamento en dónde hacer fiestas cada semana por tres días seguidos sin que ellos pusieran más que su presencia. Ahí llegó mi mamá y me echó una mano. Me regresé a lo de ella nuevamente.
Ahora tengo treinta. Vivo más consciente de mis propias realidades, mas tranquilo y sin tantos excesos.
Me preguntan mucho por el cuándo voy a comprar un carro, un apartamento o sencillamente cuándo es que pienso cambiar de camisetas (ven la misma estampada en todas las fotos de viaje en mi instagram). Aprendí a hacer de oídos sordos.
Me falta mucho para tener esa “libertad financiera” cual se nos promete por estos días, pero al menos hoy en día soy consciente de lo que tengo, lo que sé, pero en especial: soy feliz. Y eso vale más que cualquier cosa.
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