Comenzar por el fin: otra forma de aprender a hacer cine

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A los 6 años quise convertirme en músico. Eso significó transgredir los gustos y afinidades familiares, que giraban alrededor de los deportes y el comercio de zapatos. Nací en Argentina, en un entorno en el que era raro que un “pibe” no quisiera jugar fútbol para ser como Maradona. Pero lo cierto es que yo estaba decidido a convertirme en pianista y para lograrlo tenía que sortear dos obstáculos. El primero, convencer a mis padres de que me pagaran las clases. Y el segundo, aprender a tocar piano. Contra todos los pronósticos, ellos me apoyaron de inmediato. Y sin embargo, mi atrevida propuesta pronto pareció tornarse en una pesadilla, en una especie castigo que comenzó a inventarse en la Edad Media: el solfeo, la teoría y lectura musical. Yo lo que quería era crear emociones con la vibración de los sonidos sacudiéndome de pies a cabeza. Pero eso nunca sucedió, pues jamás entendí cómo esas hormigas llamadas figuras musicales que se posaban sobre cinco líneas podían representar algo parecido a la música.

Pasó el tiempo y mi frustración me hizo desistir de convertirme en el sucesor de Rick Wakeman. Pero no quise darme por vencido y comenzando la adolescencia me puse a tocar la guitarra que le regalaron de cumpleaños a mi hermano. Sin muchas instrucciones comencé a sentir la magia que tanto había añorado: ¡música! La práctica y el estudio me permitieron aprender en todo el sentido de la palabra. No solo a desarrollar mis habilidades como intérprete, sino también mejoraron mi capacidad para oír, leer y comprender muchísimos aspectos teóricos de la música. También me permitieron aceptar que aunque no iba a ser un músico como los que admiraba, la música era una autopista al lenguaje cinematográfico y a las narrativas audiovisuales. Primero, componiendo obras para cortometrajes y documentales. Y luego, generando proyectos donde me sentía como pez en el agua, no solo por lo aprendido y disfrutado en el lenguaje audiovisual, también en lo sonoro y musical. Luego vinieron la edición y el montaje, que a mi juicio también son formas de componer y crear emociones, solo que con otros elementos y herramientas.

Hoy pienso que aprender de atrás hacia adelante —es decir comenzando por la música y las emociones para terminar en la teoría— me permitió disfrutar todo el recorrido. Y este proceso, casi fortuito, me ha hecho reflexionar sobre la posibilidad de aprender cine y lenguaje audiovisual de forma inversa a su proceso tradicional de creación. En la actualidad somos capaces de entender y disfrutar una película sin mayor explicación. ¿Qué sucedería si esa capacidad natural la aprovechamos para tomar imágenes de internet, aprender sobre montaje cinematográfico y la edición, y con esos elementos contáramos historias?

Podríamos descubrir los ingredientes que una buena historia requiere, aventurarnos a aprender sobre dirección y fotografía, conseguir el guion de un colega o amigo y rodarlo, teniendo presente cada detalle que sea clave para que un montajista pueda componer de la mejor forma el relato. Y con estos conocimientos, estudiar guion y dramaturgia para atrevernos a escribir, de tal forma que quien vaya a rodar nuestras ideas no tenga que dejar ningún detalle al azar. Todo esto con el fin de que ese material le llegue al montajista con los mejores recursos para lograr una obra audiovisual única y sólida.

El cine se aprende en la práctica. Creo que adquirir conocimientos de atrás hacia adelante permite estar mejor preparado en cada etapa y disfrutar el proceso de principio a fin, tal y como sucede en la música y otras artes. Hoy podemos aprovechar las nuevas plataformas educativas que permiten estructurar la adquisición de conocimiento según nuestros gustos y necesidades, solo es cuestión de atreverse.

Te espero en la primera clase del curso del rol del montajista en la producción audiovisual, para que aprendamos juntos qué contar y cómo hacerlo a través del oficio de creación de emociones: el montaje.

Diego Narciso

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